“Gillian sólo tenía ocho años, pero su futuro ya estaba en peligro. Sus tareas escolares eran un desastre, al menos según sus profesores. Entregaba los deberes tarde, su caligrafía era horrible y aprobaba a duras penas. No sólo eso, además causaba grandes molestias al resto de alumnos: se movía nerviosa haciendo ruido, miraba por la ventana –lo que obligaba al profesor a interrumpir su clase para que Gillian volviera a prestar atención-, o tenía comportamientos que molestaban a sus compañeros. A ella todo esto no le preocupaba –estaba acostumbrada a que los que encarnaban la autoridad le llamaran la atención, pero ella no tenía la sensación de actuar de forma incorrecta-, pero sus profesores estaban muy preocupados. Hasta tal punto que un día decidieron dirigirse a sus padres.
El colegio creyó que Gillian tenía dificultades de aprendizaje y que tal vez fuese más apropiado para ella acudir a un centro para niños con necesidades especiales. Todo esto sucedía en los años treinta. Creo que en la actualidad dirían que sufría de un trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) y le recetarían Ritalin o algo parecido. Pero en los años treinta todavía no se había diagnosticado el TDAH. Esa enfermedad no se conocía, y las personas que la padecían no sabían, por tanto, que estaban enfermas.
Los padres de Gillian recibieron la carta del colegio con gran preocupación y se pusieron en marcha. La madre de Gillian le puso su mejor vestido y sus mejores zapatos, le hizo dos coletas y, temiendo lo peor, la llevó al psicólogo para que la evaluara.
Aún hoy Gillian recuerda que la hicieron pasar a una habitación con estanterías de madera de roble llenas de libros encuadernados de piel. De pie, junto a un gran escritorio, se encontraba un hombre imponente que llevaba una chaqueta de tweed. Llevó a Gillian hasta el otro extremo de la habitación y le pidió que se sentara en un enorme sofá de piel. Los pies de Gillian apenas tocaban el suelo; estaba tensa. Nerviosa por la impresión que pudiera causar, se sentó sobre las manos para dejar de moverlas.
El psicólogo regresó a su escritorio y durante los siguientes veinte minutos le preguntó a la madre de Gillian acerca de los contratiempos en el colegio y los problemas que decían que estaba causando. Aunque no dirigió ninguna de estas preguntas a Gillian, no dejó de observarla con atención en todo momento. Esto hizo que Gillian se sintiera incómoda y confusa. Incluso a tan tierna edad supo que aquel hombre desempeñaría un papel importante en su vida. Sabía lo que era ir a una “escuela especial” y no quería saber nada de ellas. Creía sinceramente que no tenía ningún problema, pero al parecer todo el mundo opinaba lo contrario. Y viendo cómo su madre contestaba a las preguntas, era posible que incluso ella lo creyera.
“Puede que tengan razón”, pensó Gillian.
Finalmente, la madre de Gillian y el psicólogo dejaron de hablar. El hombre se levantó del escritorio, caminó hacia el sofá y se sentó al lado de la pequeña.
- Gillian, has tenido mucha paciencia y te doy las gracias por ello –dijo-, pero me temo que tendrás que seguir teniendo paciencia durante un ratito mas. Ahora necesito hablar con tu madre en privado, vamos a salir fuera unos minutos. No te preocupes, no tardaremos.
Gillian asintió, intranquila, y los dos adultos la dejaron allí sentada, sola. Pero antes de marcharse de la habitación, el psicólogo se reclinó sobre el escritorio y encendió la radio.
En cuanto salieron y llegaron al pasillo, el doctor le dijo a la madre de Gillian:
- Quédese aquí un momento y observe lo que hace.
Se quedaron de pie al lado de una ventana de la habitación que daba al pasillo, desde donde Gillian no podía verles.
Casi de inmediato, Gillian se levantó y comenzó a moverse por toda la estancia siguiendo el ritmo de la música. Los dos adultos la observaron en silencio durante unos minutos, deslumbrados por la gracia de la niña. Cualquiera se habría dado cuenta de que había algo natural –incluso primigenio- en los movimientos de Gillian. Y cualquiera se habría percatado de la expresión de absoluto placer de su cara.
Por fin, el psicólogo se volvió hacia la madre de Gillian y dijo:
- Señora Lynne, Gillian no está enferma. Es bailarina. Llévela a una escuela de danza.
Años más tarde Gillian explicó que su madre hizo lo que le habían recomendado. “Me resulta imposible expresar lo maravilloso que fue –contó años más tarde-. Entré en esa habitación llena de gente como yo. Personas que no podían permanecer sentadas sin moverse. Personas que tenían que moverse para poder pensar".
Gillian iba a la escuela de danza una vez por semana y practicaba todos los días en casa. Con el tiempo, hizo una prueba para el Royal Ballet School de Londres y la aceptaron. Siguió adelante hasta ingresar en la Royal Ballet Company, donde llegó a ser solista y actuó por todo el mundo. Cuando esta parte de su carrera terminó, Gillian formó su propia compañía de teatro musical y produjo una serie de espectáculos en Londres y en Nueva York que tuvieron mucho éxito. Con el tiempo, conoció a Andrew Lloyd Webber y crearon juntos algunas de las más célebres producciones musicales para teatro de todos los tiempos, entre ellas Cats y El fantasma de la Ópera.
La pequeña Gillian, la niña cuyo futuro estaba en peligro, llegó a ser conocida en todo el mundo como Gillian Lynne, una de las coreógrafas de mayor éxito de nuestro tiempo, alguien que ha hecho disfrutar a millones de personas y que ha ganado millones de dólares. Y eso ocurrió porque hubo una persona que la miró profundamente a los ojos: alguien que ya había visto antes a niños como ella y que sabía interpretar los síntomas. Cualquier otra persona le habría recetado un medicamento y le habría dicho que tenía que calmarse. Pero Gillian no era una niña problemática, no necesitaba acudir a ninguna escuela especial.
Solo necesitaba ser quien era realmente.”
Extraído del libro El Elemento del autor Ken Robinson
Esta hermosa historia nos invita a reflexionar a todos, familias y educadores, sobre la tendencia actual de “etiquetar” a los niños que no siguen unas determinadas pautas de comportamiento en los entornos escolares. Todo aquel niño que “habla más de la cuenta”, “no se queda quieto” o “no se comporta de acuerdo a lo establecido”, rápidamente es remitido al psicólogo o es motivo de expediente disciplinario en su entorno educativo. A todo esto, se suma además la incompetencia de muchos docentes. Esta incompetencia provoca que, como en el caso de Gillian, profesores sin ningún tipo de conocimiento en Psicología, en lugar de observar de una manera profunda a estos alumnos, los califiquen y reprendan sin ningún tipo de rigor ni contemplación, creando en el entorno escolar la imagen de “alumno problemático”.
Por si fuera poco, a la incompetencia del docente muchas veces se suma el desconocimiento de la familia. Los padres, con toda la buena fe y tratando de solventar la situación, lo primero que se plantean, ya desde bebés, suele ser “¿será que mi hijo es hiperactivo?”. Entonces suelen hacer caso al colegio y llevan al niño al Psicólogo.
Y lamentablemente para cerrar el círculo, muchas veces suele añadirse la comodidad de muchos profesionales de la Psicología que, arrastrados también por la tendencia actual, no dudan en diagnosticar un Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad” a aquellos niños que ya vienen “medio diagnosticados” por el colegio.
La solución siempre suele ser la misma, receta de Ritadil o algún medicamento similar. La finalidad nunca es el bien del niño, sino más bien que el comportamiento y las acciones del mismo “se adecúen” a los convencionalismos, es decir “que se vuelva un niño normal”
Desgraciadamente, en el sistema educativo actual, la mayoría de los niños no tienen a nadie que desempeñe el papel que el psicólogo desempeñó en la vida de Gillian, y menos en la actualidad. Cuando un niño es demasiado nervioso e inquieto, le recetan algo y le piden que se tranquilice.
Neguémonos a aceptar las modas y las tendencias. Vayamos un poco más allá. No nos dejemos llevar por los convencionalismos y por la salida fácil para todos los “problemas” o situaciones de los niños. Miremos de una manera profunda a nuestros alumnos. No todos los niños cuya forma de actuar no cumple con lo que se denomina “normal” son niños con problemas. Simplemente quizás esos niños estén pidiendo una manera diferente de aprender, de sentir y de recibir los conocimientos que el colegio le brinda. Sencillamente, nos están pidiendo que hagamos las cosas de otra manera.
Y es nuestra obligación profesional, ética y moral darle a cada niño lo que necesita. No todos los niños aprenden, sienten y se expresan de una sola manera. Necesitamos llegar a cada niño de la forma que sea mejor para él.
Todos los niños empiezan su etapa escolar con una imaginación brillante, una mente fértil y una buena disposición a correr el riesgo de expresar lo que piensan y sienten. No permitamos que los sistemas educativos, con sus límites estrictos e ideas rígidas de cómo han de enseñar los profesores y cómo han de aprender los alumnos, maten, ahoguen todas esas infinitas capacidades que los niños traen desde su nacimiento. Y lo que es peor y más perverso, nunca, nunca hagamos creer a los niños que no son capaces de ser o cumplir lo que ellos deseen.
De la misma manera que una semilla tiene dentro de sí todo el potencial para convertirse en un hermoso roble, todos los niños tienen dentro de sí todo el potencial para florecer y convertirse en lo que ellos quieran. No permitamos que el sistema educativo convenza a los pequeños de que no son capaces, que la semilla que son no puede transformarse en un hermoso árbol.
JOSÉ GIMÉNEZ SÁNCHEZ
DOCENTE TRANSICIÓN
DIRECTOR JARDÍN INFANTIL PÁRVULOS